
En la segunda mitad del siglo XX, la democracia argentina padeció reiteradas interrupciones, “golpes de estado”, protagonizados por las Fuerzas Armadas: en 1955 cuando se destituyó del cargo de Presidente al Gral. Juan D. Perón; en 1962 con la destitución del Presidente Dr. Arturo Frondizi; en 1966 la destitución del Presidente Dr. Arturo Illia. Hubo algunos elementos comunes como la encarcelación de algunos de ellos, la intervención a las Provincias, la disolución del Congreso de la Nación, la separación de sus cargos a los miembros de la Suprema Corte de Justicia, y la conculcación de derechos y libertades.
Un nuevo golpe de estado ocurriría el 24 de marzo de 1976 cuando las Fuerzas Armadas derrocaron a la Presidenta Constitucional María Estela Martínez de Perón, asumiendo al gobierno una Junta Militar (Tte. Gral. Jorge R. Videla del Ejército, Almte. Eduardo Massera –Armada-, y el Brig Orlando Agosti de la Fuerza Aérea). En la Presidencia le sucedieron al Tte. Gral. Videla, el Tte. Roberto Viola, a éste el Gral. Leopoldo Galtieri y, finalmente, el Gral. Reynaldo Bignone.
Es el último golpe de estado del XX, y el más cruento por propósito, metodología y consecuencias, algunas de las cuales condicionaron la Argentina de las décadas siguientes.

La dictadura militar
Cuando las Fuerzas Armadas asumieron el gobierno del país, el objetivo anunciado fue para “restaurar el orden”, de ahí que se autodenominó “Proceso de Reorganización Nacional”. Contó con el beneplácito de varios sectores de la población y el obligado silencio de otros. A medida que el tiempo transcurría, la sociedad tuvo una perspectiva más clara de sus objetivos y procederes y se despejaron todas las dudas del accionar de la dictadura militar.
Su marco ideológico fue la llamada “Doctrina de la Seguridad Nacional”. Esta doctrina parte de una concepción militarizada del ejercicio del poder como salvaguarda frente a la amenaza del comunismo y la acción de la guerrilla. Dicha posición significaba a la vez desacreditar la democracia como sistema de gobierno y, por tanto, justificar la asunción en los tres poderes del Estado. Subyace el concepto de gobierno de élite, eran los “únicos” que podían gobernar, y una errónea concepción de la sociedad y de la función del Estado.
Se instaló un régimen dictatorial en todos los órdenes, un “totalitarismo de Estado”. Sus primeras medidas fueron la destitución de la Presidenta de la Nación y de los gobernadores provinciales con las consiguientes intervenciones, y más tarde la designación de gobernadores locales; y la instalación del Estado de sitio en todo el país. Como en otras ocasiones se disolvió el Congreso de la Nación y las Legislaturas provinciales, también se removieron los miembros de la Corte Suprema de Justicia de la Nación; intervinieron sindicatos, prohibieron las actividades políticas y gremiales.
Hubo control de todo ámbito de expansión de “ideas peligrosas”: fiscalización de actividades públicas, censura a la prensa y al cine, se prohibió la importación, venta y lectura de determinado material bibliográfico, se tiró y quemó material de las bibliotecas y los particulares tuvieron también que deshacerse de algún material cuya tenencia podía tornarse peligrosa. En educación, uniformidad de contenidos de los programas y bibliografía (no se podía modificar ni añadir o quitar alguno de los contenidos prescriptos y solo podía usarse la bibliografía que en ese “Programa Oficial” era consignada). Se amordazó el pensamiento crítico y científico.
En definitiva, se instaló “un modelo verticalista y elitista”, se cercenaron derechos y libertades personales e institucionales, tales como el derecho a la expresión, a la asociación y a la participación amplia del pueblo en las decisiones políticas.
La Doctrina de la Seguridad Nacional es más una ideología que una doctrina y, como todas las ideologías, presenta una visión segmentada y ficticia de la realidad, asimismo justifica su accionar por el logro del fin perseguido.
Con el pretexto de desarticular la subversión lo que se hizo fue detener indiscriminadamente a personas, en muchos casos sin prueba alguna de accionar delictivo. Su método fue la persecución , represión y aniquilar personas. Estos son los desaparecidos, a quienes les quitaron la identidad porque pasaron a ser “N.N.”, y cuyas familias no tuvieron derecho ni siquiera a conocer su muerte.
Incluso en los casos de probado activismo guerrillero, no se justifica de ninguna manera la eliminación física de los implicados en esos actos, y menos aún su “desaparición” y trato como “NN”. Esto es lo que impacta desde lo humano, no hay razón para hacer lo que hicieron y el modo como lo hicieron, y menos la hay para negarse en juicio a dar los nombres de los “N.N” y decir cómo y dónde fueron sus muertes.
En los últimos tiempos la dictadura militar, ante el descontento total del pueblo por las políticas imperantes, intentó la recuperación de las Islas Malvinas, quizá con el propósito de generar un sentimiento patriótico popular y quedar como héroes. Son conocidas las tristes consecuencias de esta Guerra, con el derramamiento de sangre de tantos jóvenes argentinos a quienes les debemos en gran parte de la recuperación de la democracia.

Condicionamientos a futuro
Estas políticas condicionaron la recuperación y el proceso de instauración de la democracia en Argentina. Se advierte en lo difícil que resulta aún hoy respetar y hacer respetar los derechos, el ejercicio del diálogo, la búsqueda de consenso, la autoridad sin autoritarismo, la tolerancia y la solidaridad social, la búsqueda del bien común por encima de diferencias. También en el autoritarismo residual en la vida social y en las polarizaciones que dañan la convivencia Además, la política económica de la dictadura militar condicionó el desarrollo del país y a gobiernos posteriores
Una grieta que no se cierra: quizá muchos argentinos pensaron que la dictadura militar sería “la solución” frente a la crisis de autoridad y escenario de violencia precedente. Pero lo que sobrevino fue otra cosa, una política de conculcación de derechos, de persecución, de muerte. Se empezó a vivir un escenario de terror, la sospecha del vecino, amigo o pariente porque era sindicalista, o líder social, o político, o docente en el campo de las ciencias sociales o políticas, o simplemente porque era joven pelilargo y rockero. Se fomentó desde el gobierno la “denuncia” del otro, como una llave para “salvarse”.
Esto generó una profunda grieta entre argentinos: entre los impolutos, insospechados y los ocasionales sospechosos. Aquellos por ignorancia o consentimiento, amparados bajo paraguas como “por algo será”, “algo habrán hecho” para justificar detenciones, persecuciones y desaparición de personas por fuera de todo derecho. Los sospechados, sin posibilidad alguna de defensa, sin juicio, ni siquiera era posible presentar “habeas corpus” porque quien lo presentaba se convertía inmediatamente en sospechoso.
La política genocida llevó a la desaparición de 30.000 personas en Argentina, es falsa la cifra de que son 6.000. La falacia reside en que son 6.000 los desaparecidos detenidos registrados en comisarías, lo cual puede ser verdad. Pero los más de 20.000 restantes nunca estuvieron detenidos ni registrados en comisarías y SÍ fueron desaparecidos. La falta de veracidad, el ocultamiento, el haberse muerto los responsables sin revelar en juicio cómo murieron y dónde están los cadáveres; el no reconocer y el no arrepentimiento impide hasta hoy cerrar esa dolorosa herida.

Rememorar
Traer a la memoria voluntariamente un acontecimiento exige la predisposición interior de encontrarnos con la verdad aunque duela, y humildad para reconocernos nosotros mismos en esa verdad.
Buscar la verdad, develar los hechos ocultados, esclarecer y rectificar si es posible, permite avanzar. No hacerlo es no querer ver, quizá por miedo a descubrir algo diferente de lo que se tiene por cierto, “no hay peor ciego que el que no quiere ver”.
La ignorancia y desinformación, culposa o no, por negarse a ver, o por ocultamiento, o por manipulación, impiden la memoria activa y funcionan como ancla; impiden avanzar. Y esto tiene que ver no sólo con los procesos personales, sino también con la sociedad y con la cultura.
Hay estrecha relación entre cultura, memoria colectiva y derecho a la verdad.
La cultura es el modo de vida de un pueblo, el modo como los seres humanos en un espacio y tiempo se relacionan con la naturaleza, con los otros hombres y con lo trascendente. Así la cultura construye historia, es memoria. La cultura, dice Milan Kundera, es la memoria del pueblo, la conciencia colectiva de su continuidad histórica…
De ahí que no sólo las personas sino los pueblos tienen derecho a la verdad, entendido como “el conjunto de prácticas y de normas que buscan consolidar el respeto a la memoria colectiva por medio de la producción y circulación de investigaciones y discursos acerca del pasado”.
Hacer memoria, rememorar, es esencial en la vida personal y de los pueblos, permite afianzar la identidad. El ejercicio del derecho a la verdad constituye una importante contribución a la memoria colectiva, a la vez que abre puertas al futuro. Recordar como memoria del corazón, es inevitable sobre todo en quienes perdieron seres queridos.
La memoria transforma el dolor en esperanza, la muerte en vida y la impunidad en justicia